jueves, 11 de abril de 2013

SENTIDO DEL ESPLENDOR LITURGICO


Reproduzco, traducido en lengua castellana, un interesante artículo de Mattia Rossi publicado el 4 de abril pasado en el diario italiano Il Foglio. El autor aporta interesantes reflexiones sobre el porqué del esplendor litúrgico y el sentido de los ornamentos y objetos sagrados.

Ojo, la liturgia no puede ser pobre; su riqueza es símbolo de otra realidad sublime y divina

En el undécimo volumen de la Opera Omnia de Joseph Ratzinger, sobre la "Teología de la Liturgia", se recoge en la contraportada  una declaración ni siquiera muy disimulada: "Es en relación a la liturgia donde se decide el destino de la fe y de la Iglesia". En estos primeros días de pontificado (¿quizá de episcopado?) del Papa Francisco se vuelven muy actuales y casi exigen una reflexión obligada las relaciones sobre  pobreza (no pauperismo) y liturgia. Una reflexión, que si no se subestima, se da entre una dimensión humana, la pobreza, y aquella otra divina, la liturgia. En efecto, porque se ha esfumado, durante estos años convulsionados del post-concilio, la naturaleza exquisitamente divina la liturgia: ese asomarse del Cielo sobre la tierra, la prefiguración terrena de la Jerusalén celestial, que reclama mientras tanto la majestad y la gloria. En la liturgia, actualización incruenta del sacrificio de Cristo sobre la Cruz,  es Dios mismo quien  sale al encuentro del hombre: ella no está hecha por el hombre –de otro modo sería idolatría-  sino que es divina, como lo recuerda también el Concilio Vaticano II.
En este contexto, asume evidentemente una gran  importancia el discurso sobre los ornamentos.  Ya lo ha señalado magistralmente  Annalena Benini  en su "Nostalgia benedictina" en el Foglio del 23 de marzo pasado: "Benedicto XVI se revestía de símbolos y tradiciones mostrando a todos que él ya no se pertenecía a sí mismo, y mucho menos al mundo". Era de Cristo, era el “alter Christus”, como lo es siempre el sacerdote en la liturgia. Con la ornamentación ya no es un hombre privado, sino que prepara (dispone) el puesto a otro; y este otro es nada menos que el Rey del Universo. Empobrecer el esplendor de los ornamentos significa inevitablemente empobrecer a Cristo. Y ha sido nada menos que el mismo Jesús quien ha separado el concepto de pobreza personal de la Iglesia como institución. Lo hace en el Evangelio de Juan, donde aceptó la unción de una mujer de Betania: "Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, y ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos; la casa se llenó del olor del perfume. Entonces Judas Iscariote, uno de sus discípulos, que lo iba a entregar, dijo: ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y dado a los pobres? Pero él no lo decía porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y teniendo la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella. Entonces Jesús dijo: dejadla, porque lo ha  guardado para el día de mi sepultura. Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. Derramando este perfume sobre mi cuerpo, lo ha hecho en vista de mi sepultura. En verdad os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, se contará lo que ésta ha hecho para memoria suya (Jn 12, 3-5)”. En primer lugar, Él justifica el culto con oleos finos (y, viene a cuento que Juan recuerde que es Judas el que se queja del derroche de dinero, que, sin embargo, podría haber sido destinado a los pobres); y, sobre todo, queda patente la existencia de un fondo común entre los doce.
¿Volvemos a los orígenes? Habrá que volver entonces a las telas de oro y púrpura encontradas en la tumba de Pedro. Es evidente que no siendo el pauperismo un rasgo distintivo de la vida cultual de la Iglesia, entonces ella nos "transmite lo que ha recibido", para usar una frase del apóstol Pablo (1 Corintios 15, 3). De Pío XII, paradigma colectivo del esplendor litúrgico, se dice que dormía sobre una tabla de madera desnuda y seguía unas dietas duras y modestísimas. Pero en privado. El anclaje litúrgico hecho de mucetas, casullas y fanones, es una manifestación parcial de la Jerusalén celestial, de la liturgia de los ángeles, como dice San Gregorio. Una tradición hecha de canto gregoriano, que es la encarnación sonora de la Palabra de Dios, es garantía de una respuesta adecuada a la Palabra misma. Una tradición hecha de una lengua sagrada, el latín, inmutable en la que cada palabra ya es en sí misma teología.
Benedicto XVI, mediante la escuela litúrgica de sus misas papales, nos ha enseñado esta hermosa lección: restablecer el primado de la liturgia, fuente y culmen de la vida de la iglesia, es restablecer el primado de Cristo. "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí", afirma San Pablo. El sacerdote, con los ornamentos, "se reviste" de Cristo (Ga 3, 27), del hombre nuevo (Ef 4, 24), para llegar a ser por Cristo, con Cristo y en Cristo. El Padre misericordioso, nos ha enseñado Joseph Ratzinger, después de haber abrazado al hijo a su regreso, que es una resurrección espiritual, le ordena que tome el "mejor vestido" (Lc 15, 22).
Y esto no es más que la aplicación del Concilio Vaticano II, al cual muchos apelan para demostrar la definitiva superación del arte sacro de la tradición: “Los Ordinarios tengan una vigilancia especial para evitar que los ornamentos sagrados y objetos de valor, que son ornato de la casa de Dios, sean vendidos o regalados" (Sacrosanctum Concilium, 126); y también se determina en la Instrucción General del Misal Romano: “En los días más solemnes pueden usarse vestiduras festivas más preciosas”(n. 346).

Por Mattia Rossi

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