viernes, 28 de junio de 2013

LO QUE PEDRO Y PABLO NOS DIERON

Inspirados en el diseño arquitectónico de la grandiosa columnata de Bernini, bien se podría decir que los Apóstoles Pedro y Pablo son como los brazos recios de la Iglesia que quiere estrechar a los hombres de todos los tiempos contra el pecho de nuestro Redentor. Lo recordaba en cierto modo el propio Benedicto XVI en la alocución del miércoles 29 de junio de 2011:
La misa en honor de los santos Pedro y Pablo ha sido larga y hermosa. Y hemos meditado también en ese hermoso himno de la Iglesia de Roma que comienza con las palabras: “O Roma felix”. Hoy en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, patronos de esta ciudad, cantamos así: “Dichosa Roma, porque fuiste empurpurada por la preciosa sangre de estos grandes príncipes. No por tu fama, sino por sus méritos ¡superas toda belleza!”. Como cantan los himnos de la tradición oriental, los dos grandes apóstoles son las “alas” del conocimiento de Dios, que han recorrido la tierra hasta sus confines y han subido al cielo; ellos son las “manos” del Evangelio de la gracia, los “pies” de la verdad del anuncio, los “ríos” de la sabiduría, los “brazos” de la cruz (cf. MHN, t. 5, 1899, p. 385).

Los Apóstoles Pedro y Pablo no nos dieron oro ni plata, sencillamente porque no lo tenían; nos dieron algo infinitamente superior: el conocimiento de Jesucristo. Ese fue el tesoro que encontraron, que celosamente guardaron y apasionadamente nos entregaron, hasta con el sello de la propia sangre. “Nuestro don -decía el Cardenal Ratzinger en una homilía con motivo de unas ordenaciones sacerdotales- habrá de ser el nombre de Jesucristo: porque es precisamente este Nombre lo que la humanidad busca con hambre, aunque lo ignore, bajo las penurias de este mundo. Él es el Don que se convierte para el hombre en libertad: la libertad de incorporarse, caminar, brincar y dirigirse al Templo del Señor para alabar y pronunciar un amén ante el Creador, que sigue siendo nuestro Salvador entre las pesadumbres de este mundo, y nos quiere para Sí” (De la mano de Cristo,  Ed. Eunsa, Pamplona 1998, p. 63).

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