viernes, 31 de enero de 2014

AMPUTACIONES DEL NOVUS ORDO: LAS ORACIONES AL PIE DEL ALTAR

“¿Se ha vuelto loca la Iglesia Católica?” Es el título sugerente que John Eppstein dio a un ensayo suyo, publicado en 1970, donde sin pretensiones teológicas de altura pero con indudable preparación y agudeza, analiza y evalúa los sorprendentes “cambios y disensiones que se vienen apreciando en la Iglesia católica desde que el Concilio Vaticano II abrió las compuertas de los diques de la controversia”. Los contenidos, juicios y apreciaciones que el autor, un converso del anglicanismo, ha volcado en este libro, constituyen un colosal testimonio de aquella “inquietud de espíritu” que se apoderó de tantos católicos ante la avalancha descontrolada de cambios, reformas y cuestionamientos, que remecieron a la Iglesia inmediatamente terminado del Concilio. Sin duda el campo más visible de este auténtico caos fue el de la sagrada liturgia. Las primeras modificaciones del rito de la Misa, hechas con velocidad censurable y con un marcado carácter negativo o abolicionista, es decir, tendientes en su mayoría a la amputación de signos y ritos venerables, tuvieron efectos psicológicos desastrosos, según Eppstein. “Presentaron la reforma litúrgica a los fieles como algo esencialmente negativo y demoledor animado por el propósito de atenuar más que de resaltar la trascendencia de la encarnación y de la verdadera presencia de Cristo en la eucaristía. Parejamente dieron vía libre a quienes, por el contrario, anhelaban librar al culto del atosigante ambiente de misterio, historia y tradición y darle un aspecto más agradable para el hombre moderno, poco dado a “doblar la rodilla”.
En el capítulo dedicado a examinar la nueva misa, el autor hace mención explícita de los desgarros y cercenamientos que se han operado en el nuevo rito; al primero de ellos se refiere en un acápite que se titula DESAPARICION DEL «SANCTA SANCTORUM»:
“Se han suprimido las oraciones al pie del altar. Constituían éstas una solemne preparación para entrar en el santo lugar y las rezaban el celebrante y sus acólitos a la entrada del templo, y en épocas más recientes en diálogo con los fieles. La Iglesia romana no ha perpetuado el simbolismo de la entrada en el «Sancta Sanctorum» del templo de Jerusalén; sí lo hicieron las Iglesias orientales, en las que los prestes pasan más allá del iconostasio para celebrar el misterio de la eucaristía recatados de los ojos de la multitud; pero la idea de esta solemne entrada en el lugar del sacrificio se conservó en esas oraciones previas. Introibo ad altare Dei, decía el oficiante luego de invocar a la Trinidad. Venía luego el salmo Judica me, del cual estaba tomado el versículo inicial, repetido al terminar. Rezaba el celebrante seguidamente el confiteor, en el que confesaba sus pecados a Dios, a los santos y al pueblo que le rodeaba, el cual lo rezaba después de él. La absolución Indulgentiam, absolutionem, et remissionem peccatorum nostrorum con la señal de la cruz venía a continuación, y se consideraba generalmente como absolución de los pecados veniales en preparación para comulgar. Entonces, después de unos versículos y de las consiguientes respuestas, el celebrante rezaba el primer oremus y subía las gradas del altar rezando la oración Aufer a nobis «Te rogamos, Señor, que borres nuestras iniquidades, a fin de que podamos entrar en el Santo de los Santos con pureza de corazón. Por Cristo, Señor nuestro.» Seguidamente besaba el ara a la vez que decía: «Suplicámoste, Señor, que por los merecimientos de los santos, cuyas reliquias yacen aquí, y de todos los santos, te dignes perdonar todos mis pecados.»
Esta ceremonia de humilde acercamiento al altar, que se remonta al primitivo uso de los francos y que incluyó en el misal de la curia romana Inocencio III alrededor del año 1200, había llegado a considerarse como introducción esencial de la misa, y todos los asistentes permanecían arrodillados durante ella. Todo esto se ha destruido. Introibo ad altare Dei, dijo uno de los mártires de la Revolución francesa, el abate Noel Pinot, cuando, revestido con los ornamentos eucarísticos y las manos atadas a la espalda, subió las gradas de la guillotina en Angers. Algo más que el simbolismo se ha perdido al abolir estas preces al pie del altar, y no compensa su pérdida el breve saludo pronunciado por el oficiante de cara a los fieles desde su silla, al que sigue un confiteor abreviado y rezado conjuntamente. Pero, claro está, si el altar es sencillamente una mesa desnuda colocada en medio de un vestíbulo desierto, sin sagrario o barandilla de comulgatorio, no se ve lugar alguno en el que se pueda entrar”. (J. Eppstein, ¿Se ha vuelto loca la Iglesia Católica?, Ed. Guadarrama, Madrid 1973, p.94-95)

martes, 28 de enero de 2014

TOMÁS DE AQUINO, FARO LUMINOSO E IMBATIBLE DE LA IGLESIA

Este año se cumple el centenario del Motu Proprio Doctoris Angelici del Papa San Pio X. Dado en Roma pocos meses antes de su marcha al cielo, el Papa Sarto volvía a proponer a Santo Tomás de Aquino como camino seguro para el estudio de las ciencias sagradas. Si durante este siglo se hubiese prestado una delicada obediencia a las disposiciones de este documento, cuantas lágrimas, dolores y tragedias se podrían haber evitado en la vida de la Iglesia.

“No se puede admitir la opinión de algunos ya antiguos, según la cual es indiferente, para la verdad de la Fe, lo que cada cual piense sobre las cosas creadas, con tal que la idea que tenga de Dios sea correcta, ya que un conocimiento erróneo acerca de la naturaleza de las cosas lleva a un falso conocimiento de Dios; por eso se deben conservar santa e invioladamente los principios filosóficos establecidos por Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas de manera congruente con la Fe, se refutan los errores de cualquier época, se puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad tanto la diversidad como la analogía que existen entre Dios y sus obras. El Concilio Lateranense IV expresaba así esta diversidad y esta analogía: «mientras más semejanza se afirme entre el Creador y la criatura, más se ha de afirmar la desemejanza». 

Por lo demás, hablando en general, estos principios de Santo Tomás no encierran otra cosa más que lo que ya habían descubierto los más importantes filósofos y Doctores de la Iglesia, meditando y argumentando sobre el conocimiento humano, sobre la naturaleza de Dios y de las cosas, sobre el orden moral y la consecución del fin último. Con un ingenio casi angélico, desarrolló y acrecentó toda esta cantidad de sabiduría recibida de los que le habían precedido, la empleó para presentar la doctrina sagrada a la mente humana, para ilustrarla y para darle firmeza; por eso, la sana razón no puede dejar de tenerla en cuenta, y la Religión no puede consentir que se la menosprecie. Tanto más cuanto que si la verdad católica se ve privada de la valiosa ayuda que le prestan estos principios, no podrá ser defendido buscando, en vano, elementos en esa otra filosofía que comparte, o al menos no rechaza los principios en que se apoyan el Materialismo, el Monismo, el Panteísmo, el Socialismo y las diversas clases de Modernismo. Los puntos más importantes de la filosofía de Santo Tomás, no deben ser considerados como algo opinable, que se pueda discutir, sino que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo natural y de lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera podrán captar el significado de las palabras con las que el magisterio de la Iglesia expone los dogmas revelados por Dios.
Por esto quisimos advertir a quienes se dedican a enseñar la filosofía y la sagrada teología, que si se apartan de las huellas de Santo Tomás, principalmente en cuestiones de metafísica, no será sin graves daños”.
(Extracto del Motu Proprio Doctoris Angelici de San Pio X, sobre el estudio de la doctrina de Santo Tomás de Aquino, 29 de junio de 1914).

jueves, 16 de enero de 2014

TOMAR ALTURA

El vuelo majestuoso de las grandes aves del cielo es una imagen frecuente en la literatura espiritual. Ella sirve para ejemplificar las altas cimas y las alturas sublimes a las que toda alma cristiana debe remontarse por querer de Dios. Por contraposición, el vuelo de las aves de corral, a ras de tierra y de corto alcance, se ha utilizado para ilustrar ese vivir cristiano chato y sin relieve, incapaz de tomar altura por el peso y atracción de las cosas del mundo. He aquí una hermosa consideración al respecto:
“Me veo como un pobre pajarillo que, acostumbrado a volar solamente de árbol a árbol o, a lo más, hasta el balcón de un tercer piso..., un día, en su vida, tuvo bríos para llegar hasta el tejado de cierta casa modesta, que no era precisamente un rascacielos...
    Mas he aquí que a nuestro pájaro lo arrebata un águila —lo tomó equivocadamente por una cría de su raza— y, entre sus garras poderosas, el pajarillo sube, sube muy alto, por encima de las montañas de la tierra y de los picos de nieve, por encima de las nubes blancas y azules y rosas, más arriba aun, hasta mirar de frente al sol... Y entonces el águila, soltando al pajarillo, le dice: anda, ¡vuela!...
    —¡Señor, que no vuelva a volar pegado a la tierra!, ¡que esté siempre iluminado por los rayos del divino Sol —Cristo— en la Eucaristía!, ¡que mi vuelo no se interrumpa hasta hallar el descanso de tu Corazón!” (San Josemaría Escrivá, Forja n° 39)

viernes, 10 de enero de 2014

CRISTO HA EMBELLECIDO EL MUNDO


Christus apparuit nobis: venite adoremus! Es la sencilla y fundamental invitación que la Iglesia nos dirige en estos días posteriores a la Epifanía del Señor. Nada más nacer, Cristo comienza a manifestarse gradualmente: a los pastores, a los reyes de oriente, al pueblo de Israel, al mundo entero. Y su manifestación es la más plena irrupción de luz, de alegría y de belleza que este pobre mundo nuestro, desfigurado, tenebroso y triste por la fuerza destructora del pecado, ha podido recibir. Solo esta epifanía de gracia salva al mundo y lo vuelve habitable. Con  particular sabiduría lo predicaba San Proclo de Constantinopla en el siglo V: “Cristo apareció en el mundo, y, al embellecerlo y acabar con su desorden, lo transformó en brillante y jubiloso”. Sí, venite adoremus, vamos y adoremos.