miércoles, 29 de julio de 2015

EL ENGRANDECIMIENTO DE LO CHICO

En un precioso librito titulado El corazón de Jesús al corazón del sacerdote, pensado como una serie de confidencias que Jesús dirige a sus sacerdotes desde el ocultamiento de sus Sagrarios, el Beato Manuel González (1877-1940), conocido como el Obispo del Sagrario abandonado, nos ha dejado una extraordinaria explicación de la parábola evangélica del grano de mostaza. Para el autor, con esta parábola Jesucristo nos ha querido señalar la ley permanente que rige el desarrollo de su Reino: el engrandecimiento de lo chico, más aun, de lo ínfimo.  Un texto para refrescar la esperanza de todo operario llamado a trabajar en la viña del Señor en tiempos de deserción.

Semejante es el Reino de los cielos a un grano de mostaza.
Simili est regnum Caelorum grano sinapis 
(Mt., 13, 31)

¡Verdad, Sacerdote mío, que ante mi Cuna de Belén se te viene a las mentes mi parábola del grano de mostaza?
El misterio de lo chico

¡Era tan chico todo aquello de Belén! ¡Un pesebre, una cuadra, unas pajas, la oscuridad de la media noche, el frío del invierno, la ausencia de parientes, amigos, vecinos, la inseguridad del después, la escasez de medios materiales!...¡Mira que era chico todo aquello!
Pues ese era el grano de mostaza de este árbol que se llama la Iglesia Católica.
Detén tu pensamiento unos instantes ante ese milagro mío de engrandecimiento de los chico.
Cuenta los minutos que han transcurrido desde esas doce de la noche más buena y cuenta, si puedes, las cosas buenas y grandes que, brotando de aquella Cuna-pesebre, han visto desfilar esos minutos… Sangre de mártires, lágrimas de penitentes, lirios de vírgenes, resplandores de genios, buriles de artistas, plumas de sabios, espadas de vencedores, cetros de reyes, coronas de Sacerdotes, cruces de resignados, palmas de héroes…
Después traspasa los umbrales de la vida terrena, llega a las regiones en donde no se cuenta por minutos, ni por años, ni por siglos, sino por eternidades, y en el Cielo te dirán que allá está el granero de los frutos maduros del Árbol de Belén; en el Purgatorio, que ahí se acelera la madurez de los que acá no la alcanzaron, y el Infierno, que en su fuego eterno se queman los despojos del Árbol…
Y después de ese milagro perpetuo de engrandecimiento de lo chico, ¡cuántos cada día!
Chico es el Sagrario donde vivo en cada pueblo. ¡Chico por lo pobre y por lo abandonado! ¡Chico por el espacio que ocupan las especies tras de las que me oculto! ¡Chico por el trato tan esquivo y ruin que me dan en muchos de ellos!
Y ¡lo que sale en cada minuto de esa Hostia chiquita para sus vecinos buenos y malos, cariñosos y ariscos!
Cosa chica es un lágrima, una gota de sudor, una moneda de cinco céntimos, una crucecita de un minuto, un suspiro… ¡Chico todo eso, es verdad!
Pero si esa gota de lágrimas es la que asoma a los ojos de una María que me visita en mis soledades del Sagrario; si esa gota de sudor y esa palabra es del Sacerdote apóstol, quizás de gente que no quieren oírle; si esa moneda es la limosna callada de la pobre viuda: si esa crucecita es la Cruz de la abnegación anónima o la pena silenciosamente sufrida del vencimiento interior de las almas en cruz, entonces ¡viene el milagro! ¡la semillita mínima pasa a árbol grande.
Jesús, único Engrandecedor

Sacerdote, que en tus visitas te lamentas tantas veces de lo infructuoso de tus trabajos, de lo estéril de tu sacrificio por tu pueblo, del desaliento de tu alma ante tanta deserción…
            Sacerdote, que te cruzas de brazos o que estás a punto de dejarlos caer porque no puedes hacer nada. Cura, que no predicas los días de fiesta porque te oyen pocos, que no das catecismo porque acuden pocos niños, que no te sientas en el confesionario temprano porque no vienen penitentes, que dejas las obras de celo emprendidas y no emprendes ninguna nueva  porque ¡se consigue tan poco! ¿Has meditado en mi parábola del grano de semilla?  ¡Has reparado en el milagro que tantas veces he hecho y que otras tantas estoy dispuesto a repetir de hacer grande todo lo chico que se siembre en MI campo?
            ¿Qué quisieras hacer cosas grandes y no puedes?
            Y es verdad: lo grande solamente lo hago Yo.
Tú haz lo tuyo

¿Cosas chicas? Esas son las que te pido. Sacerdote mío, ¡a sembrar tu granito!, entre muchos o entre pocos, con éxito pronto, tardío o nulo…!
            Lo demás…Yo.

(Beato Manuel González, El corazón de Jesús al corazón del sacerdote, VIII)

domingo, 26 de julio de 2015

LOS ABUELOS DE JESÚS

¡Qué precioso es el valor de la familia, como lugar privilegiado para transmitir la fe!
Copio esta reflexión del Papa Francisco sobre los santos Joaquín y Ana, padres de la santísima Virgen María, donde destaca el rol fundamental de la familia como lugar de excepción en la transmisión de la fe.

"Hoy la Iglesia celebra a los padres de la Virgen María, los abuelos de Jesús: los santos Joaquín y Ana. En su casa vino al mundo María, trayendo consigo el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción; en su casa creció acompañada por su amor y su fe; en su casa aprendió a escuchar al Señor y a seguir su voluntad.
Los santos Joaquín y Ana forman parte de esa larga cadena que ha transmitido el amor de Dios, en el calor de la familia, hasta María que acogió en su seno al Hijo de Dios y lo dio al mundo, nos los ha dado a nosotros.
¡Qué precioso es el valor de la familia, como lugar privilegiado para transmitir la fe! Refiriéndome al ambiente familiar quisiera subrayar una cosa: hoy, en esta fiesta de los santos Joaquín y Ana, se celebra, tanto en Brasil como en otros países, la fiesta de los abuelos.  Qué importantes son en la vida de la familia para comunicar ese patrimonio de humanidad y de fe que es esencial para toda sociedad. Y qué importante es el encuentro y el diálogo intergeneracional, sobre todo dentro de la familia. El Documento conclusivo de Aparecida nos lo recuerda: "Niños y ancianos construyen el futuro de los pueblos". (Papa Francisco, Río de Janeiro 26 de julio de 2013).

martes, 14 de julio de 2015

CARDENAL SARAH, VOLVER A LEER "SACROSANCTUM CONCILIUM"

Atento al deseo del Papa Francisco cuando lo nombró Prefecto de la Sagrada Congregación para el culto divino: “quiero que continúe implementando la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II“, "y que continúe la buena obra en la liturgia iniciada por el Papa Benedicto XVI”», el Cardenal Sarah ha publicado un artículo en L'Osservatore Romano (edición del 12 de junio de 2015), donde nos ofrece unas cuantas pautas para una comprensión profunda y una hermenéutica fiel de la Constitución Sacrosanctum Concilium, “carta magna de toda acción litúrgica”. A continuación presentamos nuestra propia traducción de este interesante artículo.

Acción silenciosa del corazón
por Robert Sarah
Cardenal Prefecto de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos

Cincuenta años después de su promulgación por el Papa Pablo VI, ¿se leerá, por fin, la constitución del Concilio Vaticano II sobre la sagrada Liturgia? La "Sacrosanctum concilium" no es de hecho un simple catálogo de "recetas" de reformas, sino una verdadera y propia "carta magna" de toda acción litúrgica. El Concilio ecuménico nos ofrece en ella una lección magistral acerca del método. Efectivamente, lejos de contentarse con una aproximación meramente disciplinar y externa a la liturgia, el Concilio quiere hacernos contemplar lo que está en su esencia. 
La práctica de la Iglesia siempre deriva de lo que recibe y contempla en la revelación. La pastoral no se puede desvincular de la doctrina. En la Iglesia "lo que procede de la acción está ordenado a la contemplación" (cfr. n. 2). La Constitución conciliar nos invita a redescubrir el origen trinitario de la obra litúrgica. En efecto, el Concilio establece una continuidad entre la misión de Cristo Redentor y la misión de la litúrgica de la Iglesia. "Así como Cristo fue enviado por el Padre, Él a su vez ha envió a los Apóstoles" para que "mediante el Sacrificio y los Sacramentos, en torno a los cuales gravita toda la vida litúrgica" realicen "la obra de la salvación" (n. 6). 
Realizar la liturgia, por tanto, no es otra cosa que actuar la obra de Cristo. La liturgia es esencialmente "actio Christi": la “obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios" (n. 5). Él es el Sumo Sacerdote, el verdadero sujeto, el verdadero actor de la liturgia (cfr. N. 7). Si este principio vital no es acogido en la fe, se corre el riesgo de hacer de la liturgia una obra humana, una autocelebración de la comunidad.
Por el contrario, la obra propia de la Iglesia consiste en introducirse en la acción de Cristo, apuntarse en aquella obra cuya misión Él ha recibido del Padre. Pues "se nos dio la plenitud del culto divino", porque "su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación" (n. 5). Entonces la Iglesia, Cuerpo de Cristo, debe volverse a su vez en un instrumento en manos del Verbo. Este es el sentido último del concepto clave de la constitución conciliar: la "actuosa participatio" [participación activa]. Tal participación consiste para la Iglesia en llegar a ser un instrumento de Cristo-Sacerdote, con el fin de participar en su misión trinitaria. La Iglesia participa activamente en la obra litúrgica de Cristo en la medida en que es su instrumento. 
En este sentido, hablar de "comunidad celebrante" no carece de ambigüedad y requiere una verdadera cautela (cfr. Instrucción "Redemptoris Sacramentum", n. 42). La "participatio actuosa" no debería entonces ser entendida como la necesidad de hacer algo. En este punto la enseñanza del Concilio ha sido frecuentemente deformada. Se trata más bien de dejar que Cristo nos tome y nos asocie a su sacrificio. En consecuencia, la "participatio" litúrgica debe ser entendida como una gracia de Cristo, que "asocia siempre consigo a la Iglesia" ("Sacrosanctum Concilium", n. 7). A Él corresponde tener la iniciativa y el primado. La Iglesia "lo invoca como a su Señor y por medio de Él da culto al Padre eterno" (n. 7). 
De este modo, el sacerdote está llamado a convertirse en ese instrumento que deja traslucir a Cristo. Como lo recordaba recientemente nuestro Papa Francisco, el celebrante no es el presentador de un espectáculo, ni debe buscar la simpatía de la asamblea poniéndose frente a ella como su principal interlocutor. Entrar en el espíritu del concilio significa por el contrario ocultarse, renunciar a ser el punto focal.
Contrariamente a lo que a veces se ha sostenido, es del todo conforme a la constitución conciliar, incluso hasta conveniente, que durante el rito penitencial, el canto del Gloria, las oraciones y la plegaria eucarística, todos, sacerdotes y fieles, se vuelvan juntos en dirección al Oriente, para expresar su deseo de participar en la obra de culto y redención realizada por Cristo. Este modo de proceder podría ser puesto en marcha oportunamente en las catedrales donde la vida litúrgica debe ser ejemplar (cfr. N. 41). 
Está claro que hay otras partes de la misa en que el sacerdote, actuando "in persona Christi Capitis", entra en diálogo nupcial con la asamblea. Pero este cara a cara no tiene otro fin que conducir a un tête-à-tête con Dios que, a través de la gracia del Espíritu Santo, se volverá en un corazón a corazón. El Concilio propone así otros medios para favorecer la participación: "las aclamaciones de los fieles, las respuestas, el canto de los salmos, las antífonas, los cantos, así como las acciones, los gestos y la actitud del cuerpo" (n. 30).
Una lectura demasiado rápida y sobre todo demasiado humana, ha llevado a la conclusión de que era necesario que los fieles estuvieran constantemente ocupados. La mentalidad occidental contemporánea, modelada por la técnica y fascinada por los medios de comunicación, ha querido hacer de la liturgia una obra de pedagogía eficaz y rentable. En este espíritu, se ha buscado volver a las celebraciones de carácter convivial. 
Los actores litúrgicos, motivados por razones pastorales, tratan a veces de hacer una obra didáctica introduciendo en las celebraciones elementos profanos y espectaculares. ¿A caso no hemos asistido al florecer de testimonios, puestas en escena y aplausos? Se cree así favorecer la participación de los fieles, cuando en realidad se reduce la liturgia a un juego humano.
"El silencio no es una virtud, ni el ruido un pecado, es verdad", dice Thomas Merton, "pero el alboroto, la confusión y el ruido continuo en la sociedad moderna o en ciertas liturgias eucarísticas africanas son la expresión de la atmósfera de sus pecados más graves, de su impiedad, de su desesperación. Un mundo de propaganda, de infinitas argumentaciones, de invectivas, de críticas, o simplemente de palabrería, es un mundo en el que la vida no vale la pena ser vivida. La misa se convierte en un alboroto confuso, las oraciones en ruido exterior o interior". (Thomas Merton,"Le signe de Jonas", Ed. Albin Michel, París, 1955, p. 322). Así, se corre el riesgo real de no dejar ningún lugar para Dios en nuestras celebraciones. Así incurrimos en la misma tentación de los hebreos en el desierto. Intentaron crear un culto a su medida y a su altura, y no olvidemos que terminaron postrados ante el ídolo del becerro de oro.
Es tiempo de ponernos a la escucha del Concilio. La liturgia es "ante todo el culto de la divina Majestad" (n. 33). Tiene valor pedagógico en la medida en que está completamente ordenada a la glorificación de Dios y al culto divino. La liturgia nos sitúa realmente en presencia de la trascendencia divina. Participación verdadera significa renovar en nosotros aquel "asombro" que San Juan Pablo II tenía en gran estima (cfr. "Ecclesia de Eucharistia", n. 6). Este estupor sagrado, este temor gozoso, reclama nuestro silencio ante la majestad divina. A menudo se olvida que el silencio sagrado es uno de los medios señalados por el concilio para fomentar la participación. Si la liturgia es obra de Cristo, ¿será necesario que el celebrante introduzca en ella sus propios comentarios? Hay que recordar que cuando el misal autoriza una admonición, esto no debe convertirse en un discurso profano y humano, un comentario más o menos sutil sobre la actualidad, o un saludo mundano a las personas presentes, sino en una brevísima exhortación a entrar en el misterio (cfr. Presentación general del Misal Romano, n. 50). En cuanto a la homilía, ella misma es un acto litúrgico que tiene sus propias reglas. La "participatio actuosa" en la obra de Cristo presupone que se deje el mundo profano para entrar en ''la acción sagrada por excelencia"(“Sacrosanctum Concilium”, n. 7). De hecho, "nosotros pretendemos, con una cierta arrogancia, permanecer en lo humano para entrar en lo divino" (Robert Sarah, "Dieu ou rien", Pág. 178).
En este sentido, es lamentable que el sagrario de nuestras iglesias no sea un lugar estrictamente reservado para el culto divino, que se entre allí con trajes profanos, o que el espacio sagrado no esté claramente delimitado por la arquitectura. Porque, como enseña el Concilio, Cristo está presente en su palabra cuando esta es proclamada, y es  igualmente perjudicial  que los lectores no tengan un traje apropiado que ponga en evidencia que no están pronunciando palabras humanas sino una palabra divina.
La liturgia es una realidad fundamentalmente mística y contemplativa, y por ello fuera del alcance de nuestra acción humana; también la "participatio" es una gracia de Dios. Por tanto, presupone de nuestra parte una apertura al misterio celebrado. Por eso, la constitución recomienda la plena comprensión de los ritos (cfr. N. 34), y al mismo tiempo prescribe "que los fieles sean capaces de recitar o cantar juntos, también en lengua latina, las partes del ordinario de la misa que les corresponden" (n 54). Efectivamente, la comprensión de los ritos no es obra de la razón humana dejada a sí misma, que debería abarcarlo todo, comprenderlo todo, dominarlo todo. La comprensión de los ritos sagrados es aquella del "sensus fidei", que ejercita la fe viviente a través del símbolo y que conoce más por sintonía que por concepto. Esta comprensión presupone acercarse al misterio con humildad.
¿Pero se tendrá el valor de seguir al Concilio hasta este punto? Sin embargo, una lectura semejante, iluminada por la fe, es fundamental para la evangelización. De hecho, "así presenta la Iglesia, a los que están fuera, como un signo alzado en medio de las naciones, para que debajo de él se congreguen en una sola cosa los hijos de Dios dispersos" (n. 2). La liturgia debe dejar de ser un lugar de desobediencia a las prescripciones de la Iglesia.
Más precisamente, no puede ser ocasión de laceraciones entre cristianos. Las lecturas dialécticas de la "Sacrosanctum Concilium", las hermenéuticas de la ruptura en un sentido o en otro, no son el fruto de un espíritu de fe. El concilio no ha querido romper con las formas litúrgicas heredadas de la tradición, más bien ha querido profundizar en ellas. La constitución establece que "las nuevas formas se desarrollen de un modo orgánico a partir de las formas ya existentes" (n. 23).
En este sentido, es necesario que los que celebran de acuerdo con el ''usus antiquior" lo hagan sin espíritu de oposición, sino en el espíritu de la "Sacrosanctum Concilium”. Del mismo modo, sería erróneo considerar la forma extraordinaria del rito romano como derivada de una teología distinta a la de la liturgia reformada. También sería deseable que se introdujera como anexo, en una próxima edición del misal, el rito de la penitencia y del ofertorio según el ''usus antiquior" con la finalidad de subrayar que las dos formas litúrgicas se iluminan mutuamente, en continuidad y sin oposición.
Si vivimos en este espíritu, entonces la liturgia dejará de ser el lugar de la rivalidad y de la críticas, para hacernos finalmente participar activamente en aquella liturgia "que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado como ministro del santuario "(n. 8).

El texto original puede verse aquí: 
Otras traducciones al español del mismo artículo:

viernes, 3 de julio de 2015

“SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO”

Hoy, fiesta del Apóstol Tomás, el Breviario nos ofrece esta hermosa consideración de San Gregorio Magno sobre los beneficios que Dios nos otorgó sirviéndose de las vacilaciones del discípulo. Luego de ver y palpar las llagas del Señor, y vencidas ya sus dudas, el apóstol proclama la divinidad de Jesús en la confesión de fe más explícita del Evangelio: “Señor mío y Dios mío”.

“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Sólo este discípulo estaba ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo que le contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su costado para que lo palpe, le muestra sus manos y, mostrándole la cicatriz de sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, que al oír dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese?
Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe. De este modo, en efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección.
Palpó y exclamó: ¡Señor mío y Dios mío!" Jesús le dijo: "¿Porque me has visto has creído?" Como sea que el apóstol Pablo dice: La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve, es evidente que la fe es la plena convicción de aquellas realidades que no podemos ver, porque las que vemos ya no son objeto de fe, sino de conocimiento. Por consiguiente, si Tomás vio y palpó, ¿cómo es que le dice el Señor: Porque me has visto has creído? Pero es que lo que creyó superaba a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la divinidad. Por esto, lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, creyó, aunque vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada.” (San Gregorio Magno, papa, Sobre los evangelios, Homilía 26, 7-9: PL 76,1201-1202)