sábado, 27 de febrero de 2016

EL DESENCANTO DE UN SABIO

Hace poco más de tres años (octubre de 2012) y con motivo de las celebraciones jubilares por los 50 años del inicio del Concilio Vaticano II, el filósofo alemán Robert Spaemann concedió una entrevista al periódico alemán Die Welt, donde expuso sucintamente su visión sobre el evento conciliar y la etapa por él inaugurada. Presentamos ahora una traducción castellana de dicha entrevista, conscientes de que sus juicios nos parecen opinables en no pocos puntos. Pero el peso intelectual de Spaemann, su fe profunda y su larga experiencia de vida, siempre dan singular fuerza a sus palabras. En todo caso podrán servir de contrapeso frente a cualquier ingenuo optimismo que pretenda ver en el Concilio el inició de una nueva y fecunda era en la historia de la Iglesia.

Die Welt: Usted estaba en Roma para la celebración del jubileo del Concilio Vaticano II. ¿Para usted personalmente ha sido un motivo de festejo?

Robert Spaemann: En realidad no. Hay que decir abiertamente que el Concilio ha, primero que nada, iniciado  una época de decadencia. No se puede hacer una celebración jubilar ante el hecho de que miles de sacerdotes ya durante el concilio abandonaron su ministerio.

Die Welt: ¿Qué responsabilidad tiene el Concilio a este respecto?

Robert Spaemann: El Concilio fue parte de un movimiento difundido por todo el mundo occidental, parte de la revolución cultural. El Papa Juan XXIII decía entonces que el fin del Concilio era el aggiornamento de la Iglesia. Esto fue traducido por muchos como adaptación, adaptación al mundo. Pero eso fue un malentendido. Aggiornamento significa: actualizar para nuestro tiempo la oposición de la Iglesia al mundo, que siempre ha existido y que tiene que existir. Esto es lo contrario de la adaptación.

Die Welt: Pero Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio despertó expectativas de que se trataba de una adaptación.

Robert Spaemann: Esto es verdad. Juan XIII era un hombre profundamente devoto. Pero lo caracterizaba un optimismo tal que podría calificarse casi de nefasto. Tal optimismo no estaba justificado. Por lo demás, la perspectiva histórica cristiana está conforme con la del Nuevo Testamento: al final habrá una gran apostasía, y la historia se encontrará con el Anticristo. Pero de esto el Concilio no habla. Se ha eliminado todo lo que alude a lucha o conflicto, incluso hasta en los libros de cánticos litúrgicos. Se ha querido bendecir el espíritu de la época, emancipador y revolucionario.

Die Welt: Cuando en Alemania, como ha sucedido al inicio de este año, un tribunal establece que la Iglesia Católica puede ser definida como una “secta de pedófilos”, nadie protesta. ¿Tiene también esto que ver con el espíritu del Concilio Vaticano II?

Robert Spaemann: Sí. El Concilio ha debilitado a los católicos. La Iglesia siempre se ha encontrado en lucha, una lucha espiritual, no militar, pero en lucha. El Apóstol Pablo habla de las armas de la luz, del yelmo de la fe, etc. Hoy la palabra “enemigo” ha llegado a ser ofensiva, el mismo mandamiento de “amar a vuestros enemigos” ya no puede cumplirse porque no estamos autorizados a tener enemigos. Para los así llamados católicos progresistas existe todavía un único enemigo: los tradicionalistas. Esto sí que es una herencia del Concilio. Ciertamente nosotros los cristianos no debemos usar ninguna violencia ante las ofensas hechas a nuestra fe y a la Iglesia. Pero protestar debería ser posible.

Die Welt: Los textos aprobados por el Concilio tras largas negociaciones son vagos compromisos. ¿Quién ha vencido: reformadores o tradicionalistas?

Robert Spaemann: Ninguno de los dos. Ambos bandos se comportaron frecuentemente como facciones políticas en el Concilio. Esto es válido sobre todo para el partido de los progresistas. Cuando preveían que una propuesta suya no obtendría la mayoría, introducían en la propuesta de compromiso algunas cláusulas generales, de las cuales ellos sabían que podrían ser suavizadas después del Concilio. Han trabajado frecuentemente de un modo derechamente conspirativo. E incluso hasta ahora tienen la supremacía en la interpretación del Vaticano II. Pero gradualmente va surgiendo una nueva conciencia. Lentamente dejamos de autoengañarnos. Todo se ha vuelto tan marchito: hombres que niegan la resurrección de Cristo permanecen como profesores de teología católica y pueden predicar como sacerdotes durante la Misa. En cambio los fieles que no quieren pagar el impuesto eclesiástico (alemán) son expulsados de la Iglesia. Ahí hay algo que no va.

Die Welt: ¿Qué cosa quiere decir cuando afirma que los innovadores tendrían la supremacía en la interpretación sobre el Vaticano II?

Robert Spaemann: Le doy tres ejemplos. Hoy se dice a menudo que faltó poco para que el Concilio aboliera el celibato. Por tanto sería necesario solo llevar a término las propuestas de entonces. Sin embargo, jamás antes un Concilio ha defendido con tanta fuerza el celibato como éste.
Segundo ejemplo. Los obispos alemanes anunciaron en la llamada declaración de Königstein, que la enseñanza de la Iglesia en el tema de la Píldora no es vinculante. Sin embargo, el Concilio había dicho exactamente lo contrario: que la doctrina de la Iglesia sobre este tema obliga en conciencia a los católicos.
Tercer ejemplo: todos saben que el Concilio ha autorizado la lengua vulgar en la liturgia. Pero nadie sabe que el Concilio ha establecido antes que nada que la lengua propia de la liturgia para la Iglesia en occidente es y sigue siendo el latín. El Papa Juan XXIII escribió expresamente una encíclica sobre el significado del latín para la Iglesia occidental.

Die Welt: ¿Qué cosa es la que más le inquieta?

Robert Spaemann: No pienso en decisiones particulares, sino principalmente en aquello que verdaderamente ha sucedido en el Concilio. Quizá se debería recomenzar por leer los textos originales. Ya hacia el final del Concilio, como escribe Joseph Ratzinger, emergió como un espectro aquello que ha venido en llamarse “el espíritu del Concilio” y que solo de modo muy limitado tenía que ver con las decisiones de hecho. Espíritu del Concilio significaba: la voluntad de los innovadores. Hasta hoy los llamados reformadores se remiten al espíritu del concilio con ocasión de todas las posibles ideas de reforma y así intentan la adaptación. Hoy, sin embargo, tenemos necesidad de lo contrario a la mundanización de la Iglesia, que ya Lutero deploraba. Tenemos necesidad de aquello que el Papa llama el fin de la mundanización (Entweltlichung “des-mundanización”, “desprendimiento del mundo” cf. Discurso 25-IX-2011).

Die Welt: Usted ha escrito: “el auténtico progreso vuelve alguna vez necesaria la corrección de ruta y en algunas circunstancias incluso pasos hacia atrás”: ¿Cómo debiese la Iglesia revertir el rumbo?

Robert Spaemann: Fundamentalmente debe hacer aquello que siempre ha hecho: debe siempre revertir el rumbo. La Iglesia vive de la vida de los santos, que son los modelos de la verdadera conversión (“reversión”). No es aceptable que la Iglesia en Alemania, a quien pertenece la casa editorial "Weltbildverlag", se mantiene desde hace años con la venta de material pornográfico. Durante diez años católicos han informado de esto a los obispos y no ha sucedido nada. Ahora que todo ha salido a la luz, el secretario de la conferencia episcopal alemana ha acusado a estos fieles de fundamentalistas. El que esta práctica comercial se haya introducido, tiene evidentemente poco que ver con un cambio de rumbo.

Traducción por un colaborador del blog.


lunes, 22 de febrero de 2016

UNA CÁTEDRA ÚNICA


Hoy, Fiesta de la Cátedra de San Pedro, pedimos para el Papa Francisco lo mismo que el Papa Benedicto rogaba pidiéramos por él, en la Audiencia general del miércoles 22 de febrero de 2006: “orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado” e “invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia”.

“... Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la "cátedra" de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo: He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia (Cartas I, 15, 1-2).
Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.
Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón” (Benedicto XVI, extracto de la Audiencia general del 22 de febrero de 2006).
Fuente: vatican.va

viernes, 12 de febrero de 2016

UN SILENCIO ELOCUENTE

Ofrecemos esta traducción al español de un interesante artículo de Peter Kwasniewsky sobre el sentido de la recitación silenciosa del Canon en la Misa tradicional. Apareció el 5 de enero de 2015 en la conocida página New Liturgical Movement.
EL SILENCIO DEL CANON HABLA MÁS FUERTE QUE LAS PALABRAS

PETER KWASNIEWSKI

Dum medium silentium tenerent omnia, et nox in suo cursu medium iter haberet, omnipotens Sermo tuus, Domine, de caelis a regalibus sedibus venit. “Cuando un profundo silencio reinaba en todo y la noche siguiendo su curso, se hallaba en la mitad de su camino, tu omnipotente Palabra, Señor, vino del cielo desde el real trono” (Introito, Domingo en la Infraoctava de Navidad, MR 1962)

En el artículo de la semana pasada hablé de por qué tiene más sentido seguir la antigua costumbre de dividir la Misa en "Misa de los Catecúmenos" y "Misa de los Fieles", en lugar de la nomenclatura moderna "Liturgia de la Palabra" y "Liturgia de la Eucaristía". Esta semana me gustaría reflexionar sobre la belleza peculiar de la antiquísima costumbre del canon en silencio (1) y sobre cómo ella confirma la intuición de que la Palabra viene a nosotros en la liturgia de un modo personal, el cual trasciende la presencia nocional de la Palabra obtenida mediante la lectura de palabras individuales de un libro. El Introito citado más arriba combina notablemente estos dos puntos: la venida del Verbo mismo en medio de un silencio total.  
Como firmemente mantuve en mi serie lectio divina durante la cuaresma pasada(2),  el Señor nos habla, sin duda, en y a través de la Escritura Sagrada, y debemos acudir constantemente a esta fuente para oírlo; pero Él viene a nosotros más íntimamente todavía en la Sagrada Comunión. La práctica tradicional de que el sacerdote rece el Canon en silencio enfatiza que Cristo no viene a nosotros en  palabras, sino en la una y única Palabra que ÉL ES, y que siendo inmanente, transcendente, e infinita, ninguna lengua humana podrá jamás expresar. Una vez que hemos asimilado este hecho en nuestra vida de oración, las palabras de la Sagrada Escritura pueden, paradójicamente, penetrar nuestros corazones con más eficacia y tener un efecto más-que-protestante sobre nuestras mentes.
Lo que quiero decir cuando hablo de un "efecto protestante" es la forma en que los protestantes pueden escuchar o mirar las Escrituras una y otra vez –por ejemplo, Juan 6 o Mateo 16 o 1 Corintios sobre la Eucaristía—y sin embargo sus mentes permanecen cerradas a su significación católica evidente. Son como los discípulos en el camino de Emaús, que están inmersos completamente en las Escrituras, pero no han logrado captar el punto central, a saber, la victoria del Mesías sobre el pecado y la muerte. Jesús en persona tiene que explicarles lo que ya "saben", pero que nunca han interiorizad—y Jesús viene a nosotros en persona en la Presencia Real y es interiorizado de la manera más radical cuando se nos permite participar de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Cuando a la "Liturgia de la Palabra" se le otorga una existencia propia, como una de las dos partes de la Misa, y en particular cuando este carácter propio viene reforzado por un leccionario gigantesco con frecuentes largas lecturas que habitualmente están desconectadas de las otras oraciones y antífonas de la Misa, surge la impresión de un texto que está en el aire y que se autojustifica, y cuya lectura y predicación pueden convertirse en el ámbito pastoralmente central, dejando la esencia sacramental de la Misa en la sombra. ¿Cuántas veces hemos experimentado que la Liturgia de la Palabra se hincha como un enorme globo, perdiendo toda proporción con respecto al corazón palpitante de la liturgia, que es la ofrenda del sacrificio y la comunión que le sigue? En muchas Misas a las que he asistido a lo largo de los años, el tiempo que toman el saludo de entrada, las lecturas y la homilía es de unos 45 minutos, mientras que todo lo demás, desde la presentación de las ofrendas en adelante se comprimía en 15. En la prisa por acabar (ahora que la actividad comunitaria e intelectualmente estimulante de las lecturas y la prédica ha terminado), se escoge la Plegaria Eucarística II o III, plegarias que quedan completamente eclipsadas por la cornucopia textual anterior, asemejándose a una ocurrencia piadosa de último minuto. La anáfora con su punto fijo, la consagración, se encogen y pierden su centralidad.
¡Qué diferente es el movimiento de la liturgia tradicional! Se trata de una escalada gradual que conduce lógicamente, incluso se podría decir en éxtasis, al Ofertorio, al Prefacio, al Sanctus, al Canon, a las oraciones después del Canon, y a la Comunión. Todo lo anterior—las oraciones al pie del altar, la confesión de los pecados, el "Aufer a nobis", las colectas, la epístola y el Evangelio, el Credo—es y se experimenta como preparación para algo mucho más grande, que avanza hacia adelante con un deseo ardiente de alcanzar el cumplimiento, la realización, de la palabra de Dios en la sola Palabra que es Dios. El Credo sirve como un punto textual central, que es lo que debe ser, ya que se trata de un resumen divinamente autorizado de toda la revelación.
Por consiguiente, tiene sentido que todo lo que antecede al Credo, y especialmente él, deba ser cantado o dicho en voz alta, mientras que una vez que llegamos al Ofertorio y al Canon, se haga un cambio decisivo al silencio, a la contemplación amorosa de la silente y eterna fuente de significado que está detrás de las palabras de la Escritura y el Credo. Aún así con maravillosa claridad, el Espíritu Santo llevó a la Iglesia a introducir la elevación de la hostia y del cáliz, que capta sin decir palabra alguna todo lo que las palabras jamás podrían decir acerca de la ofrenda de Cristo en la cruz por amor a los pecadores. Esta hostia es elevada por nosotros, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, para que la veamos y adoremos: "Cuando el Hijo del Hombre sea elevado, atraerá todas las cosas hacia sí..." En medio del silencio del Canon, de pronto suenan las campanas y el sacerdote eleva al Sumo Sacerdote a la vista de todos, al Dios-Hombre Eucaristía suspendido entre el hombre y Dios, a la víctima cuya muerte reconcilia al hombre con Dios (el significado de un crucifijo sobre el centro del altar adquiere aquí su significado: el símbolo de la muerte de Cristo se "confronta" con su Realidad viva, la imagen visible es místicamente confrontada con su Ejemplar oculto). Esta elevación habla con una plenitud que el silencio del Canon acentúa del modo más dramático posible.
Este profundo silencio en el centro mismo de la Misa es solo un motivo más entre mil por el que los cristianos hambrientos de la comida y la bebida de Dios encuentran el apetito de sus almas a la vez satisfecho y despertado por la Misa latina tradicional. Tiene una palabra que decir a cada uno de nosotros en sus magníficamente dispuestas antífonas, lecciones, y oraciones, evocadoras del peso de los años, pero frescas por el vigor de su realismo humano y su sabor sobrenatural; y más que esto, ella tiene la Palabra sin palabras que nos supera y nos consuela. Toca y remueve profundidades ocultas en nosotros donde el Evangelio aún ha de ser predicado, transformándonos con una seriedad dulce y terrible. Gracias a Dios que este silencio está hablando cada vez a más y más almas, hartas del flujo de verborrea y del ruido que son tan característicos de la modernidad y, por desgracia, de muchas liturgias que le hacen eco.
------------------------ 
NOTAS
[1] Véase mi artículo anterior "El silencio del Canon: ¿Debiese el culto ser tremendo?" para una discusión de cuán antigua es realmente esta práctica—una señal más de que los reformadores litúrgicos de los años 60 no estaban realmente empeñados en la restauración de la práctica antigua, sino más bien en el deseo de introducir la novedad.
[2] Véase mi artículo "Lectio Divina: proclamación litúrgica y lectura personal", así como las referencias a otras partes de la serie que allí se enumeran.
Fuente: 
Traducción por un colaborador del blog.