jueves, 16 de marzo de 2017

RESPUESTA AL RELATIVISMO DEL PADRE SOSA (II)

Jesús (non) dixit: el jesuita que ofende a Cristo (II)
por Antonio Livi (24-02-2017)

(Continuación de la entrada anterior)

Nosotros, católicos, sabemos que tenemos que leer el Antiguo y el Nuevo Testamento a la luz de la doctrina de la Iglesia, porque pertenece a ella darnos la Sagrada Escritura, garantizando su inspiración divina; y es ella la que nos proporciona la interpretación auténtica, cada vez que sea necesaria una interpretación con el fin de hacer comprensible el mensaje de salvación a los hombres de un determinado contexto histórico–cultural.

Nosotros, católicos, a diferencia de Lutero y de todos aquellos protestantes que han seguido su metodología teológica (radicalmente herética), no nos basamos en el ilógico principio de la “Sola Scriptura” y del “libre examen”; tampoco vemos ningún motivo lógico para oponer la Biblia al Magisterio y el Magisterio a la Biblia. Nosotros, católicos, tenemos razones para creer, más allá de toda duda razonable, a la autoridad doctrinal de la Iglesia que nos ha dado las Sagradas Escrituras, asegurándonos de que es verdaderamente la “palabra de Dios”, en cuanto que es Dios mismo el autor principal y los hagiógrafos, que han escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, los autores secundarios o instrumentales.

Esto significa, contra el relativismo profesado por el padre Sosa, que lo que se lee en la Sagrada Escritura es absolutamente cierto, es la verdad de los misterios sobrenaturales que Dios nos ha revelado gradualmente: primero a través de los profetas, y luego de modo definitivo en la misma persona de Dios Hijo. Siempre debe tenerse en cuenta que los textos de la Escritura, por el hecho de contener la revelación de los misterios sobrenaturales, de suyo inefables, proporcionan a los creyentes el suficiente conocimiento (analógico) de lo divino que les permite encontrar en Cristo “el camino, la verdad y la vida”.

Por su esencial finalidad salvífica los textos de la Escritura no están “abiertos” a cualquier tipo de interpretación, tampoco en contradicción con su significado textual, que por lo general es claro e inequívoco (el mismo significado claro e inequívoco que tienen las fórmulas dogmáticas que a lo largo de los siglos la Iglesia ha ido definiendo). No es verdadero lo que sostenía hace algunos decenios el protestante suizo Karl Jaspers, de que “en la Biblia, del punto de vista doctrinal, se puedo encontrar todo y lo contrario de todo”.

Cuando sucede que el significado textual de un pasaje bíblico es susceptible de diversas interpretaciones, es la misma Iglesia la llamada a proporcionar una interpretación “auténtica”, esto es, conforme al entero conjunto orgánico de la doctrina revelada (analogia fidei). En caso de que la Iglesia no haya intervenido para ofrecer una interpretación “auténtica”, los teólogos tienen libertad para proponer sus propias hipótesis interpretativas, todas legítimas siempre que sean compatibles con el dogma.

El general de los Jesuitas se refiere de manera irresponsable a perícopas evangélicas, en las que está textualmente contenida la doctrina revelada sobre el matrimonio, diciendo que se trata de palabras de hombres (los hagiógrafos), transmitidas por otros hombres (los Apóstoles y sus sucesores) e interpretadas aún por otros hombres (los teólogos). En resumen, para él ¡nunca es la Palabra de Dios! De un solo golpe el padre Sosa logra negar todos los dogmas fundamentales de la Iglesia católica, comenzando por el de la inspiración divina de la Escritura, de donde procede la propiedad de la “santidad” y de la “inerrancia” de las enseñanzas bíblicas (vuelto a mencionar por Pío XII en 1943, en la encíclica Divino afflante Spiritu y luego propuesto otra vez por el Vaticano II en 1965, en la constitución dogmática Dei Verbum), para terminar con el de la infalibilidad del magisterio cuando define formalmente la verdad que Dios ha revelado para la salvación de los hombres (definido en 1870 por el Vaticano I con la constitución dogmática Pastor Aeternus y vuelto a proponer por el Vaticano II en la constitución dogmática Lumen gentium y Dei Verbum).

Al reducir la Escritura a “expresión de la conciencia de la comunidad creyente de tiempos pasados”," al padre Sosa le parece lógico sostener la necesidad de una nueva interpretación del mensaje bíblico a la luz de la “expresión de la conciencia de la comunidad creyente” de hoy. Pero esto es lógico sólo si se profesa la “anarquía hermenéutica”, que ha llevado a un teólogo luterano como Rudolf Bultmann a proponer la “des-mitologización” del Nuevo Testamento. En cambio, para la fe católica (que, mientras no se demuestre lo contrario, debería ser la del general de los Jesuitas), es totalmente ilógico suponer que la Escritura no enseña siempre y principalmente la verdad divina indispensable para la salvación de los hombres de todo lugar y de todo tiempo. Solo quien acepta in toto la herejía luterana puede suponer que no existe lo que yo llamo el “límite hermenéutico infranqueable”, es decir, la individuación (inmediata, accesible a todos) de un contenido doctrinal específico, que ninguna interpretación puede negar o poner en la sombra. Este es el caso, precisamente, de la doctrina evangélica sobre el matrimonio y el adulterio.

Entiendo (aunque la lamento) la intención del Padre Sosa de apoyar la (supuesta) revolución pastoral del Papa Bergoglio para relativizar el dogma, y así poder contradecir en la práctica cuánto la Iglesia ya ha establecido definitivamente con la doctrina acerca de los sacramentos del Matrimonio, de la Penitencia y de la Eucaristía. Pero razonemos: eliminando el dogma, ¿en base a qué se debería escuchar a un Papa, que –según la interpretación oficiosa de Sosa y de muchos otros teólogos obsequiosos– ha puesto el dogma a un costado?

Si no es absolutamente (y no relativamente) verdadero –hoy, como lo fue ayer y lo será mañana– que Cristo ha dado al Papa la suprema potestad en la Iglesia, ¿por qué motivo deberíamos escucharlo y obedecerle? Nosotros sabemos como perteneciente a la Sagrada Escritura (sobre la que se basan los dogmas enunciados por el Magisterio, desde los primeros siglos hasta el Vaticano I) que Cristo ha dado al Papa la suprema potestad en la Iglesia. Ahora bien, si se aplicase a esta voluntad expresa de Cristo el criterio relativista de Sosa, entonces habría católicos que venerarían y respetarían al Papa y otros que lo ignorarían o combatirían. Unos y otros actuarían por motivos no teológicos, sino ideológicos, es decir, políticos. Fieles al Papa Bergoglio serían solamente aquellos que lo siguen, como se sigue en política a un líder “carismático”, pero ya no se trataría por cierto del carisma divino de la infalibilidad en la doctrina, sino del carisma humano del cabecilla que por medio de sus palabras y gestos consigue el consenso de las masas.

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