martes, 6 de marzo de 2018

ARRASTRADOS POR EL QUERER DE DIOS

                         
Reproduzco buena parte de un sermón cuaresmal de San Bernardo sobre el combate cristiano por alcanzar la plena conformidad con el querer divino, dicha suma de la criatura espiritual.

La voluntad de Dios

«H
ermanos, la voluntad del Señor creó primero a los ángeles. Y cuando ellos la abrazaron, se convirtió en su felicidad… Toda su felicidad y el río caudaloso de su dicha consiste en que la voluntad divina es también la suya. Dios se complace en el ritmo armonioso del universo y eso mismo es el regocijo de los ángeles. Eso pedimos: que las criaturas de la tierra realicen la voluntad divina lo mismo que las del cielo. Que el hombre, lo mismo que el ángel, se compenetre de tal modo con Dios, que llegue a ser un solo espíritu con él.
Mas ¡ay de mí! ¡Cuántos obstáculos me separan! ¡Cuántos estorbos me lo impiden! Siempre me cierran el paso la malicia, la debilidad, la concupiscencia y la ignorancia. La naturaleza, o mejor, la degradación de nuestra naturaleza nos ha inyectado unos instintos tan horribles y tales ansias de hacer daño, que nuestras míseras almas sienten un placer insaciable en la maldad. ¿Se puede concebir algo más contradictorio a la voluntad divina? Entre ella y nosotros se abre una sima inmensa. Dios se complace en hacer beneficios, y a nosotros, ingratos ese instinto cruel nos instiga a maltratar incluso a los inocentes. De aquí brotan las raíces de la amargura, de la envidia y de la murmuración. Aquí tienen su origen las disensiones, y esto es lo que llena el mundo de enemistades.

Debemos podar estos brotes tan venenosos con la hoz de la justicia. Practicando esta virtud, no haremos a nadie lo que no queremos para nosotros y todo lo que esperamos de los demás se lo haremos también a ellos. Pero mientras vivamos en este mundo, esclavos del mal, nos es imposible arrancar o matar completamente la maldad de nuestros corazones: podremos machacar la cabeza de la serpiente, mas no tardará en mordernos los talones.

 En segundo lugar, la fragilidad de este cuerpo corruptible impide que nuestra voluntad se compenetre con la de Dios. Rechazamos instintivamente lo que nos molesta, y por ello nuestra voluntad se aparta frecuentemente de la divina.  Solamente la fortaleza, que es la segunda entre las virtudes, nos ayuda a no oponernos a ella.

Mas nuestro frágil cuerpo no es el único impedimento. También nos estorba la concupiscencia, que nos dispersa en mil deseos insaciables. ¿Será capaz de unirse esta voluntad tan deforme y esquiva a esa otra completamente recta y uniforme? ¡Qué desgraciado soy, Señor Dios mío! Estoy harto de guerras, peligros y estorbos. En ninguna parte encuentro seguridad. Lo mismo temo lo que me halaga como lo que me repugna. El hambre y la comida, el sueño y las vigilias, el trabajo y el descanso, me declaran la guerra. El sabio suplica: No me des ni riqueza ni pobreza. Sabe que una y otra esconden trampas y peligros. El único remedio está en reprimir la concupiscencia con la templanza, y así se logra cierta unidad, bien que incompleta. Lo confirma el Apóstol: Con mi espíritu consiento la ley de Dios, y con mi carne, a la ley del pecado. Por una parte está de acuerdo y por otra no. Así sucederá hasta que llegue lo perfecto y se acabe lo limitado.

El cuarto impedimento es la ignorancia, que bien sabéis cuánto nos estorba. ¿Cómo voy a tomar por guía una voluntad que ignoro? Es cierto que la conozco parcialmente, pero no como ella me comprende a mí. Por eso debemos pedir con insistencia que crezca en nosotros la prudencia, para que Dios nos haga comprender más y más su voluntad y sepamos siempre qué es lo que le agrada. De este modo, el conjunto de las virtudes realizará esa unión tan dichosa y tan deseable. Nuestra voluntad estará identificada con la de Dios, y cuanto a él le agrada, nos agradará también a nosotros. Y como antes dijimos de los ángeles, esto será la plenitud de nuestro gozo» (San Bernardo, Sermones litúrgicos. En la Cuaresma, Serm 7. BAC, Madrid 1985)

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