jueves, 19 de abril de 2018

CON LAS MANOS ATADAS


En este décimo tercer aniversario de la elección del Papa emérito Benedicto XVI, copio un texto suyo que, junto con tener algo de autobiográfico, me parece una buena semblanza de su vida: seguir a Cristo con las manos atadas en sujeción de amor.

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«T
u extenderás tus manos y otro te sujetará y te llevará adonde no quieres» (Ioh 21,16). Estas palabras son probablemente una alusión a la muerte en la cruz que padeció Pedro siguiendo a Cristo. Sus manos son extendidas y amarradas. Esta historia me trae siempre a la memoria un pequeño rito que penetró profundamente en mi alma durante mi consagración como sacerdote. Después de la unción eran atadas las manos, y con las manos unidas se cogía el cáliz. Las manos, y con ellas el propio ser, parecían encadenadas de algún modo al cáliz. Al tomarlo en mis manos me vino a la memoria la pregunta de Jesús a los hermanos Jacobo y Juan: «¿Podéis beber el cáliz que yo beberé?» (Mc 10, 38). El cáliz eucarístico, centro de la vida sacerdotal, recuerda siempre estas palabras. Y después las manos unidas, ungidas con el óleo mesiánico del crisma. Las manos son expresión de nuestra propia decisión, de nuestro poder. Con ellas podemos asir, tomar posesión de algo, defendernos. Las manos atadas son expresión de falta de poder, de renuncia al poder. Están en sus manos, están puestas en el cáliz. Se podría decir que con ello se trasluce, sencillamente, que la Eucaristía es el centro de la vida sacerdotal. Pero la Eucaristía es más que ceremonia, más que liturgia. Es una forma de vida. Las manos están unidas: ya no me pertenecen. Yo le pertenezco a Él y, a través de Él, a los demás. Imitar a Cristo significa estar dispuesto a comprometerse definitivamente, del mismo modo que se ha comprometido Él con nosotros» (Joseph Cardenal Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Rialp, Madrid 1991, p. 174-175).

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